La historia de la clásica carita feliz se remonta a 1963 en Worcester, Massachusetts, Estados Unidos, cuando al diseñador gráfico Harvey Ball recibió el encargo de crear una imagen para levantar los ánimos del personal de la State Mutual Life Assurance Company.

Harvey Ball no lo pensó demasiado. Era el resultado de un encargo modesto. Lo resolvió rápido. Su rubro era la publicidad. En 1963, lo contrataron de una compañía de seguros, la State Mutual Life Assurance Company, que para aquellos años de prosperidad había comprado otra aseguradora de Ohio, la Guarantee Mutual Company. De esa unificación de firmas, nació uno de los símbolos más famosos del mundo.
El trabajo era simple y absurdo, a la vez. Jack Adam, vicepresidente de la firma, le pidió a Joy Young, subdirectora de ventas y marketing, que ideara una estrategia para estimular la moral de los trabajadores, combatir la angustia y domar la incertidumbre por la fusión de las empresas.
Urdió una “campaña de amistad”, se inspiró en una noción de felicidad contagiosa. Lo convocó a Harvey Ball, en su rol de publicista, creativo, artista. Él pensó -o lo orientaron a que creara- un pin para que cada empleado lo portara en la solapa de su traje, en los botones, en las tarjetas de escritorio, en los afiches. Él -o alguien le sugirió- una sonrisa: algo simple, universal, dinámico y adaptable. Él -con tino o sensatez- infirió que una boca feliz podía convertirse, tras un giro de 180 grados, en una caracterización de la tristeza. Ideó una forma para anular esta transformación: ponerle ojos, el derecho ligeramente mayor y un fondo amarillo en su composición natural.







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