Para muchas personas, la necesidad de abrigarse ante la más mínima brisa es una reacción cotidiana, a menudo atribuida a la fisiología o incluso a una deficiencia de vitaminas. Sin embargo, una creciente línea de investigación en psicología sugiere que esta sensibilidad al frío podría tener raíces más profundas, actuando como una señal inconsciente de soledad o exclusión social. La conexión no es casual; se fundamenta en cómo asociamos la temperatura con las interacciones humanas.

La explicación a este fenómeno reside en el lenguaje y la percepción social. Tal como señala un análisis difundido por la BBC, en el imaginario colectivo se describe a una persona «cálida» como alguien generoso, sociable y accesible. Por el contrario, a un individuo «frío» se le califica de distante, poco amigable y reservado. Esta dualidad lingüística se traslada a una experiencia física, donde la sensación de frío se vincula de manera inconsciente con el aislamiento social.
Desde una perspectiva neurocientífica, la falta de contacto físico y conexión social puede generar estrés, ansiedad y síntomas depresivos.
Investigaciones han demostrado que esta privación social activa áreas en el cerebro que también procesan el dolor físico. Como consecuencia, el cerebro puede interpretar esta angustia emocional como una señal de amenaza, desencadenando una percepción de descenso en la temperatura corporal y ambiental, lo que lleva a la persona a sentir frío físicamente.







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